Envejecer: una obra de arte al alcance de todos

Guardado en: Artículos • Publicado el 20/12/2009 • 8 comentarios

“La juventud es un don de la naturaleza, pero envejecer es una obra de arte”

Aunque nos resulte difícil dejar de lado la influencia y la manipulación que la moda y el consumo ejercen sobre nuestra mentalidad occidental, es conveniente entender que la vida no acaba con la juventud, que no es psicológicamente sano pretender alargar artificialmente la juventud y es preciso saber que cada etapa de la vida tiene su propósito, por lo que es deseable que una etapa dé paso de forma natural a la siguiente. Lo mejor que le puede ocurrir a un joven es llegar a ser viejo. Lo contrario significaría que ha muerto precozmente.

Vivir no es otra cosa que un constante proceso de envejecimiento, por lo que sería irracional dar la espalda a una realidad que nos está ocurriendo cada día, cada minuto, cada segundo. Algunos de mis mejores amigos muertos precozmente a edades de 42, 57 y 59 años quizá tuvieron la satisfacción de que nunca les hayan podido llamar viejos o ancianos, pero estoy seguro de que cualquiera de ellos desearía seguir aquí aunque les llamasen de cualquier manera.

La segunda parte de la frase citada en el encabezamiento “envejecer es una obra de arte” debería entenderse en el sentido de que la vejez es esa época en la que, por fin, tenemos todos los ingredientes de los que hemos ido haciendo acopio y las habilidades que hemos ido aprendiendo desde la infancia, pasando por la juventud y la madurez y las podemos utilizar y combinar de mil maneras para obtener logros excepcionales, con la certeza de que la última etapa de la vida puede ser la más placentera y prolífica. Pero si un hombre de 75 años mantiene viva la curiosidad natural de su infancia y continúa intentando descubrir cosas nuevas, no tiene sentido que digamos que sigue siendo un niño. Si una mujer con 70 años afronta con entusiasmo un proyecto para hacer un viaje arriesgado, no sería correcto decir que es porque tiene un corazón joven.

Lo que les ocurre a ambos es que aprovecharon su infancia y su juventud para fijar y dominar unas cualidades, la curiosidad y el entusiasmo, que iban a necesitar durante el resto de su vida por larga que sea. Hacer eso es lo natural y sin embargo, puede parecer una obra de arte, especialmente porque para hacerlo estamos obligados a nadar contra la corriente de una sociedad que sacraliza la juventud y se empeña en aparcar a sus individuos más expertos en lugares patéticos donde se les niega el inmenso valor humano acumulado.

Una vejez jubilosa se parece a una sinfonía en la que se combinan armoniosamente los violines de la memoria, con el piano de la experiencia, las flautas del conocimiento y los timbales del humor, el chelo del recuerdo y las violas de la serenidad, las trompetas de la creatividad y los tambores de la curiosidad permanente. Hacer que todos esos elementos suenen armoniosamente en la sinfonía de nuestra ancianidad, no es fácil, pero es posible y si lo es, por ahora, solamente para unas pocas personas, significa que es posible para todo el mundo. Sólo necesitamos aprender.

Envejecer o alcanzar una edad avanzada es una obra de arte, pero no por el mero hecho de resistir el paso del tiempo y cumplir muchos años. Lo es cuando hemos sabido guardar intacta la curiosidad de la infancia, el anhelo por descubrir cosas nuevas y las ganas de jugar, cuando hemos conservado la ilusión por emprender nuevos proyectos y adquirir nuevos conocimientos, en definitiva cuando a los 75, 80 ó 90 años mostramos ganas de vivir para ser útiles y felices. Eso se logra cuando llenamos nuestra vida con características y facultades aprendidas en la infancia y juventud, cuando hemos podido mantener la vitalidad y salud física, cuando hemos aprendido de nuestros fracasos durante la madurez.

Envejecer significa haber superado varias crisis. En primer lugar la crisis de la infancia, aprendiendo a ser autónomos, a caminar, a comunicarnos, a manejar y dominar el código lingüístico de nuestra cultura. Luego superamos la crisis de la adolescencia, buscando la propia identidad, con las dificultades de romper los modelos familiares y afrontar el duelo de tantas cosas perdidas de la infancia, al tiempo que obtenemos fuerzas para construir nuestro propio mundo y entrar con desgana en el de los adultos.

Más adelante, nos enfrentamos con la crisis de la edad mediana o crisis de los 40, en la que se combinan los logros profesionales y una relativa solvencia económica con el duelo de los no cumplidos o por las expectativas puestas en los hijos que casi nunca son como imaginábamos. Por fin llegamos a la llamada crisis de la vejez en la que debemos elaborar ciertas pérdidas, unas personales (cónyuge, parientes, amigos) y otras físicas, reorganizar actividades y generar nuevas relaciones con nosotros mismos y con el entorno.

Sobrevivir a todos esos procesos o crisis de manera satisfactoria no es nada sencillo si consideramos que todos somos autodidactas en ese terreno. Por todo ello no parece una exageración el considerarlo un arte de vivir. Sin embargo, lo lamentable es que no abundan los “artistas” que superen esas etapas con éxito y en especial la última, y la razón es que nos enfrentamos con esos procesos con el lastre de unas creencias que nos paralizan y nos hacen sentir limitados e impotentes. De hecho la mayor parte de las personas viven bajo los efectos de una suerte de hipnosis social que limita nuestra capacidad de pensar y por tanto de sentir y de actuar con autonomía. Existe una colección de respuestas prefabricadas para cada situación y pocos son los audaces que se atreven a salirse del guión establecido, en especial cuando se tratan los diferentes aspectos de la vejez.

Si nos limitamos a alargar la vida, sin cambiar el paradigma actual sobre la vejez, si continúan vigentes los mitos sobre lo que nos espera al atravesar la barrera de los 70 años, entonces poco valor tendría alargar la vida, ya que se entendería como alargar la tristeza, la soledad, la enfermedad y la dependencia de los demás, el miedo a la muerte y todo un catálogo de desgracias que se le atribuyen a las personas que se benefician de ese logro de la civilización que es el envejecimiento. Sin embargo, podemos salir de esa prisión mental a la que nos empuja una sociedad del “usar y tirar”, porque es posible reciclar primero nuestros pensamientos, nuestro paradigma mental y luego nuestras células y enseñarlas a envejecer a un ritmo más lento.

Teniendo en cuenta numerosos estudios realizados por prestigiosas universidades y equipos de investigación sobre los comportamientos y el perfil de las personas que disfrutan de una vejez con plenitud, ilusión y salud, se observan los siguientes denominadores comunes en dichas ancianas y ancianos:

  • Matrimonio feliz (o relación estable satisfactoria y larga)
  • Satisfacción en el trabajo
  • Sensación de felicidad personal
  • Actividad diaria y/o laboral regular
  • Facilidad para la risa
  • Vida sexual satisfactoria
  • Capacidad para hacer y conservar amigos íntimos
  • Tomar al menos una semana de vacaciones todos los años
  • Sentir que se lleva el timón de la vida personal (autonomía)
  • Disfrutar del tiempo libre y de aficiones satisfactorias
  • Capacidad para expresar los sentimientos
  • Optimismo respecto al futuro
  • Sentirse seguro en lo financiero, vivir dentro de sus medios económicos

Acaso nos pueda parecer que si una persona de más de 70 años cumple esos requisitos, le resulte fácil vivir una vejez saludable, feliz e ilusionada, sin embargo, el proceso es justo a la inversa. Si una persona se esfuerza por cumplir estos requisitos o cuando menos los cinco o seis primeros de esta lista, tiene muchísimas posibilidades de que su vejez sea envidiable y que se alegre de saber que es muy probable que en las próximas dos décadas, aproximadamente para el año 2.024, el promedio de vida puede alcanzar los 120 años.

Si nos parece que el envejecer es un arte difícil posiblemente sea porque siendo creadores no ejercemos como tales. Tenemos un instrumento musical asignado en la orquesta de la vida pero no seguimos al director de la orquesta. Somos actores y actrices en el escenario de la vida pero nos creemos ser sólo el personaje y por eso nos resulta tan difícil quitarnos la máscara y nos limitamos a imitar a otros personajes pero no a los actores que hay detrás y seguimos poco y mal las instrucciones del director de escena.

Otro fallo consiste en creer que el director de la orquesta o de la obra teatral está fuera, cuando la realidad es que está dentro de nosotros, pero no le vemos porque se nos ha enseñado a mirar siempre hacia fuera en vez de mirar y buscar en nuestro interior. Cualquiera que sea nuestra creencia religiosa, cualquier modelo de divinidad que nos haya sido asignada o que hayamos elegido, si no está en nuestro interior, si no percibimos que opera desde dentro de nosotros y formamos parte de su esencia, no es otra cosa que pura superstición.

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